“Comencé a sufrir el Parkinson, desde mis 40 años, y después del diagnóstico me costaba mucho ver a Juan Pablo II en la televisión, pues me presentaba la imagen de mi propia enfermedad”.
“Cuando falleció el Papa, sentí un gran vacío, la sensación de quien pierde a un amigo, una persona querida, alguien que me comprendía”.
“El Parkinson avanzaba rápido, y ya no podía conducir ni casi trabajar en la clínica de maternidad. Se me bloqueaba la pierna izquierda y también la mano izquierda, lo cual, siendo zurda, me impedía escribir. El día 2 de junio fui a ver a la Superiora, la hermana Marie Thomas, para pedirle dejar mi tarea, pues estaba agotada, exhausta”.
“La Superiora me escuchó atentamente y me respondió que ‘Juan Pablo II no dijo todavía la última palabra’. El 13 de mayo, Benedicto XVI había anunciado la dispensa de la espera del plazo de cinco años desde su muerte para el inicio del proceso de beatificación. La comunidad de hermanas que atendía la maternidad de Aix-en-Provence consideró que hacía falta un milagro y comenzaron una novena a Juan Pablo II para pedir mi curación. Pero habían terminado los nueve días y no había sucedido nada”.
“La Superiora decidió probar de nuevo y me pidió que escribiese su nombre, a pesar de que yo ya no era capaz de escribir. Como siguió insistiendo, a la tercera escribí el nombre de Juan Pablo II. Ante mi caligrafía, apenas legible, nos quedamos las dos mirando un largo rato y rezando. Era alrededor de las nueve y media de la noche. Sentí como una voz interior que me decía ‘Toma la pluma y escribe…’. Con notable sorpresa, descubrí que podía hacerlo. Me fui a la cama y a eso de las cuatro y media me desperté con otra gran sorpresa, había podido dormir”.
“Me levanté de un salto y bajé al oratorio para rezar ante el Santísimo Sacramento. Me había invadido una gran paz, una sensación de bienestar. Continué rezando hasta las seis y después me dirigí a la Capilla, que está a unos cincuenta metros. Al caminar me di cuenta de que mi brazo izquierdo, que estaba como muerto a causa de la enfermedad, comenzaba de nuevo a moverse. Al mismo tiempo notaba una ligereza en todo el cuerpo, una agilidad que no experimentaba desde hacía mucho tiempo”.
“A la salida de la misa estaba convencida de que me había curado. Mi mano izquierda había dejado de temblar y mi rostro había cambiado. Vuelvo a escribir de nuevo el nombre y al mediodía abandono de golpe toda la terapia”.
“El 7 de junio fui al neurólogo que me cuidaba desde hacía cuatro años y al verme que movía con soltura, me preguntó un poco enojado ‘si había doblado la dosis de dopamina’. Pero le conté todo y él me escuchaba, y constata con estupor la desaparición completa de los síntomas clínicos, y no logra comprender mi estado después de cinco días de no tomar ningún medicamento”.
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