sábado, 23 de octubre de 2010

El veto kirchnerista al 82% movil.

El Estado invertebrado

Las actitudes arbitrarias, adictas a la voluntad y al capricho del gobernante, son un resorte importante en el manejo presupuestario. Y esto, lamentablemente, no es una novedad que haya producido el actual gobierno.

Por Natalio R. Botana


El veto del Poder Ejecutivo al reciente proyecto de ley aprobado por el Congreso que reconocía en la remuneración de los jubilados el 82% móvil ha provocado una polémica por acusaciones recíprocas entre el Gobierno y la oposición (incluido el consabido mote de traidor al vicepresidente de la Nación por haber desempatado). Pero, además, en esta contienda parlamentaria y tras el fárrago del debate se han puesto de relieve dos escenarios, uno visible y el otro más oculto.

El primer escenario -un evidente montaje de antagonismos- no requiere mayores precisiones para quienes han seguido el curso de los acontecimientos. La oposición ha conquistado por fin el tan ansiado veto del Poder Ejecutivo en un tema sensible; el Gobierno, por su parte, intentará de aquí en más amortiguar el impacto mediante un aumento de emergencia, concedido por decreto hacia finales de año. El combate, obviamente, tiene en mira la población pasiva y, en particular, el segmento mayoritario de ese conjunto que cobra la jubilación mínima.

Las medidas conducentes a desatar este nudo son vitales para la supervivencia del oficialismo. Si observamos a vuelo de pájaro los apoyos electorales que la Presidenta obtuvo en los comicios de 2007 podríamos comprobar que ya ha perdido el sustento de los sectores ligados a la producción agropecuaria (un componente que se evaporó, como quedó en claro en las elecciones del año pasado, con motivo del conflicto derivado de la resolución 125) y corre el riesgo de ver erosionada ahora la fidelidad que, por muchos motivos, le prestó la clase pasiva.

Estos datos no deberían caer en saco roto para unos y otros. Sin embargo, más allá de estos movimientos íntimamente ligados a los cálculos electorales, lo que jamás deberíamos perder de vista es el escenario más amplio, a menudo enmascarado por la confrontación cotidiana, dentro del cual se dirime la puja entre Gobierno y oposición. Este escenario es frágil, con decorado vetusto, pues, aunque hayan aumentado sustancialmente los recursos fiscales del sector público, su organización sigue siendo tan anacrónica como los métodos arcaicos -mezcla de arbitrariedad y unitarismo- que nuestro federalismo de fachada aplica en cuanto al reparto de los impuestos entre la Nación y las provincias.

En realidad, las actitudes arbitrarias, adictas a la voluntad y al capricho del gobernante, son un resorte importante en el manejo presupuestario. Y esto, lamentablemente, no es una novedad que haya producido el actual gobierno. Con sus más y sus menos, la arbitrariedad presupuestaria viene de lejos. La diferencia reside en el hecho de que, en los últimos siete años, se acrecentó como pocas veces en la historia el Tesoro público del Estado nacional y también, en su seno, el uso discrecional de la "caja", calificativo habitual de los abusos concebidos según criterios patrimonialistas.

El contraste es sugestivo y, desde luego, preocupante: a más aumento de la masa de dinero que el Estado extrae de la sociedad en forma de impuestos, mayor amenaza de crecimiento de la arbitrariedad. Este es un círculo vicioso que, en algún momento de nuestro desarrollo democrático, deberíamos cortar.

El asunto consiste entonces en atacar simultáneamente estas carencias. La vertebración del Estado -bueno es recordarlo una vez más- depende ante todo de la calidad y la equidad de la estructura fiscal. Sin ella, la consistencia y cohesión del Estado son letra muerta. Un Estado que carezca de estos atributos sucumbe por inanición (como ocurrió durante los traumáticos episodios del siglo pasado) o bien, si en la ocasión está pertrechado con más recursos, representa ante la ciudadanía la imagen de un conglomerado de agencias que no responden al debido control constitucional.

Esta última hipótesis es la que actualmente prevalece. Hemos superado las etapas de la asfixia fiscal; no nos hemos desembarazado aún del fardo de un Estado poco responsable. Por eso se agitan las pasiones. ¿Cómo salir del encierro? Tal vez uno de los peores condicionamientos que hoy pesan sobre nuestra política es la incapacidad de entender lo que pasa. Luego del 10 de diciembre del año pasado ya no hay más mayorías regimentadas en el Congreso. Hay, en cambio, mayorías movibles que se desplazan al influjo de diferentes intereses de carácter sectorial y territorial, y de temperamentos programáticos.

Dado este contexto, el Gobierno insiste en seguir operando con el estilo hegemónico anterior a los comicios legislativos en que fue derrotado y a la consiguiente incorporación de los nuevos legisladores. Se niega a negociar, rechaza el diálogo o, en la situación límite, ordena desde Olivos vetar los proyectos de ley aprobados por ambas cámaras. La raíz del equívoco reside en esta situación contradictoria: obra el oficialismo al impulso de una hegemonía que ya no se traduce en representación legislativa.

El aprendizaje para dejar atrás esta circunstancia no debería demorarse más de la cuenta, entre otras cosas debido al hecho de que la actual división entre el Ejecutivo y el Congreso augura una configuración de fuerzas que, con probabilidad, podría prolongarse más allá del año próximo, en que tendrán lugar elecciones presidenciales y legislativas (la mitad de la Cámara de Diputados que fenece luego de cuatro años; el tercio del Senado que lo hace luego de seis). Para conservar el statu quo, el oficialismo debería entonces retener el número de legisladores elegidos tras las contundentes victorias de 2005 y 2007.

No parece que éste sea el cuadro que, por ahora, reflejan las encuestas. Al contrario, podría empeorar. Si las cosas acontecieran de esta manera, la opción que se presenta es de hierro: o persiste el bloqueo institucional (y el veto al 82% es un signo elocuente de ello) o, de lo contrario, los legisladores comienzan a plasmar la cooperación entre partidos (la oposición ha avanzado mucho más, en este sentido, que el oficialismo).

Se forman de este modo tormentas, muchas de ellas derivadas de la obcecación. No es el único caso en el mundo. Son aleccionadoras, por ejemplo, las peripecias del régimen presidencial de los Estados Unidos, que marcha a los tropezones entre el estancamiento del Gobierno y la radicalización hacia la derecha de la oposición republicana. En nuestro país el bloqueo no es menos perturbador porque, mientras la sociedad se ha modernizado en parte, desarrollando un patrón productivo con efectos exportadores, en el Estado se sigue maniobrando como si nada hubiese pasado.

Vivimos así al ritmo de impuestos distorsivos, de transferencias presupuestarias no previstas (el caso de la Anses es paradigmático porque sirve para tapar toda clase de agujeros) y de la incertidumbre fiscal que se difunde en el espectro del federalismo, en particular en las provincias grandes, entre las que sobresale la de Buenos Aires con su megalópolis del conurbano. ¿Seguiremos acaso creyendo que leyes fundamentales como las atinentes a la estructura fiscal o a la seguridad social podrán cobrar vigencia en un clima dominado por la prepotencia? Por ahora hemos perdido la oportunidad de legislar con espíritu de consenso respecto de las jubilaciones. Es probable que lo sigamos haciendo por decreto mientras la discusión del presupuesto podría terminar en otro bloqueo tan perjudicial para el futuro como el que acabamos de sufrir en estos días.

Las cartas están pues echadas para lo que queda de este período presidencial y quizá para el que vendrá. Será cuestión de saber si se interpreta lo que pasa o si seguimos empantanados.

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