miércoles, 30 de marzo de 2011

Mario Vargas Llosas.


Vargas Llosa y cómo parcializar la historia
Por JOSÉ ANTONIO RIESCO*Las reconocidas virtudes de Mario Vargas Llosas como escribidor -con justos títulos y flamante Premio Nobel de Literatura- promueven sin esfuerzo la lectura de sus libros y ensayos, y además de sus notas periodísticas donde suele aparecer el político militante, aún constreñido al campo de las ideas y la polémica. Poco después que el nipo-peruano Alberto Fujimore le ganara la carrera por la presidencia de Perú, no reincidió en la conquista del poder mediante procedimientos electorales; aunque radicado en Europa donde adquirió una nueva ciudadanía, lejos estuvo de abandonar la pedana e hizo de su admirable pluma una suerte de cimitarra para sostener el ideario ultra liberal que en su momento sustituyó los ardores marxistas de la primera etapa de su existencia.
Vargas Llosa escribe muy bien y es un pensador, nadie podría negarlo. Pero a quien predica y profetiza sobre la problemática política no le basta la imaginación del literato, ni puede ignorar las condiciones que impone la realidad. Este es, sin embargo, un déficit bastante notorio en él. Por caso, su obsesión por condenar al nacionalismo con total prescindencia de las experiencias reales de esa posición, en procesos y actores.
"El nacionalismo -acaba de decir en su catilinaria contra los macaneadores de "Carta Abierta"- es una ideología que ha servido siempre a los sectores más cerriles de la derecha y la izquierda para justificar su vocación autoritaria, sus prejuicios racistas, sus matonerías, y para disimular su orfandad de ideas tras un fuego de artificio de eslóganes patrioteros. Está visceralmente reñido con la cultura, que es diálogo, coexistencia en la diversidad, respeto del otro, la admisión de que las fronteras son en última instancia artificios administrativos que no pueden abolir la solidaridad entre los individuos y los pueblos de cualquier geografía, lengua, religión y costumbres pues la nación -al igual que la raza o la religión- no constituye un valor ni establece jerarquías cívicas, políticas o morales entre la colectividad humana." (La Nación : 13.III.2011)
Como se advierte, Vargas Llosas hace todo un mix -especie de gran olla donde introduce cosas varias, haya o no compatibilidad entre una y otra- como es lo de mezclar la derecha y la izquierda, los prejuicios racistas con los eslóganes patrioteros, las fronteras con los artificios administrativos y así, terminar negando valor a la nación y a la religión. Con semejante criterio es fácil dictar la sentencia, puesto que semejante desorden conceptual, aún vertido en buena letra, termina no sirviendo para nada. Y genera un error básic ignorar la historia acontecida como ayuda para explicar la que acontece.
Si suspendemos la hojarasca que provee la ideología -esa que a nuestro escritor lo lleva a confundir el nacionalismo con la vocación autoritaria y con el matonismo- se hará patente que nadie como las naciones que alcanzaron el desarrollo montadas en el liberalismo ejercieron más autoritarismo y matonería. El liberalismo, padre de la libertad política y de comercio, se construyó en una connubio de violencia y progreso. ¿Qué decir de las incursiones militares para copar puntos geoestratégicos en el mapamundi, imponer el comercio del opio en Asia, convertir a la esclavitud a millones de seres humanos, apoderarse de México por parte de los franceses y luego manotear Texas por las fuerzas del Tío Sam? Todo se hizo (Hong Kong, Congo, India, Argelia, Malvinas, Indochina, Gibraltar, Filipinas, etc) dando prioridad a los intereses de cada agresor y por esa vía afirmar la personalidad y la potencia de cada nación emergente. Antes que Hitler, Mussolini y Stalin en el siglo XX, Napoleón y Bismark en el XIX, y Japón al final de éste, fueron todas expresiones de ambición y expansión nacionales. Hoy lo hace China y pronto la seguirá Vietnam.
En el siglo XVI ,el déspota Enrique VIII de Inglaterra segregó a su nación de los grandes imperios de su época, el romano y el germánico, y afirmó una innegable voluntad de poderío. En ello siguió Isabel (su hija con Ana Bolena) y que, apoyada en las flotas y la rapiña de los piratas en desmedro de España, construyó un imperio con lo que era ya una talasocracia. En 1651 el Estado al que Thomas Hobbes dedicó su "Leviathan" sancionó el Acta de Navegación bajo la dictadura de Oliverio Cromwell, modelo de proteccionismo al negocio de los fletes marítimos. Al otro lado del Canal de la Mancha, asistido Luis XIV por el talento del economista Jean B. Colbert, hacía otro tanto.
En ese nacionalismo operante está buena parte de la historia de las naciones occidentales y de su proyección en el planeta. Lo estuvo en su práctica inteligente y cruel que al avanzar combinó el proteccionismo con la ciencia emergente hasta llegar a la revolución industrial, la habilidad comercial con la acumulación de capitales, la explotación social con la instauración de las instituciones de la libertad. Fue un nacionalismo de hecho que la fuerza y las artimañas convirtieron en derecho internacional. Cada acto de expansión nacional tuvo por soporte un duro y fecundo esfuerzo en lo interno, y parte de ese objetivo fue el uso y abuso de la capacidad financiera y ante todo del poder militar. Al historiador Arnold Toynbee se debe una cáustica descripción de cómo las potencias de Europa y Estados Unidos no mezquinaron agresiones en todos los puntos del mapa mientras se construían como arquetipos de civilización moderna, y de paso se mataban entre ellas. (v. "Occidente y el Mundo", ed. Aguilar).
Entonces, hay que plantearse si esa voluntad de poderío hacia adentro y hacia fuera, ese nacionalismo operante, fue un derecho o un deber de los pueblos emergentes. El largo tiempo demostró (y lo sigue haciendo) de qué modo las naciones hacen un solo lío con el derecho-deber. Y tal reconocimiento advierte que la acción en la historia de las naciones que hoy son desarrolladas y fuertes, aparece a la manera de una fórmula que, al menos desde el final de la segunda guerra del siglo XX, las que todavía están en crecimiento lo han recibido como una herencia (un mandato..!) y a la cual no quieren renunciar. Si el escritor Vargas Llosas hubiese vivido a finales del siglo XVIII, ¿le hubiera negado a George Washington la oportunidad de presidir la fundación de su propia nación independiente? Y en la segunda mitad del siglo XIX, ¿le recriminaría a los mexicanos, liderados por Benito Juárez, la decisión de expulsar a las tropas de ocupación de Luis Bonaparte y de paso fusilar a Maximiliano, su delegado oficial?
Este es el dictamen de la historia donde se suman aciertos y errores. Con egoísmo o sentido ético, con o sin tiranos, en la actitud nacionalista estuvo y está la vocación de "ser para sí" de todo pueblo que llega a un punto de madurez y quiere ser dueño de su destino. De su visión de "gran estrategia" dependerá si lo hace debilitándose en el aislamiento o sometiéndose a la prueba difícil de compartir intereses en el mercado internacional. Porque donde no hay conciencia nacional es que allí existe un maligno déficit de virilidad colectiva.
*Insituto de Teoría del Estado

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