martes, 12 de octubre de 2010

Vargas LLosa divide las aguas.

Un librepensador frente al rebaño

Para izquierdistas y los muchos que propenden a compartir sus prejuicios rencorosos, Vargas Llosa es un desertor que se vendió al enemigo, de ahí la indignación que han sentido al enterarse de que los muy progresistas académicos escandinavos acaban de galardonarlo.

Por James Neilson


Todos sabemos que en su juventud Mario Vargas Llosa era un izquierdista fogoso, partidario de la revolución cubana y muchas otras cosas buenas, pero que, con el paso de los años, se transformó en un derechista de ideas francamente liberales, razón por la que quienes anteponen la corrección ideológica al talento literario se sienten sumamente defraudados por la decisión de los académicos suecos de darle el Premio Nobel. A juicio de algunos, la presunta evolución política del novelista y ensayista peruano es motivo suficiente como para condenarlo a una eternidad en el gélido noveno círculo del infierno de Dante donde, acompañados por Judas, pudren los traidores; otros, si bien están convencidos de que es natural que, al madurar, un hombre inteligente se vuelva más conservador y no pensarían en criticar a Vargas Llosa por haber cambiado de opinión acerca de las bondades del castrismo, coinciden en que, luego de haber militado en la izquierda, se deslizó hacia la derecha, del mapa ideológico.

¿Cambió tanto Vargas Llosa? La verdad es que no. Por cierto, no cambió tanto como la izquierda, mejor dicho, la idea que tienen quienes se suponen de izquierda de lo que hay que creer para ser progresista en el mundo desconcertante de las décadas últimas. Como muchos otros jóvenes de la segunda mitad del siglo pasado, Vargas Llosa se opuso con pasión a dictaduras calificadas de derechistas, a los enemigos de la libertad de expresión y a sistemas económicos que a su entender mantenían a millones en la pobreza extrema, sin querer reconocer que, en realidad, las dictaduras presuntamente izquierdistas eran manifestaciones del mismo mal, pero a diferencia de la mayoría de sus congéneres, andando el tiempo de dio cuenta de que se trataba de una ilusión siniestra. Al sentirse obligado a optar entre ser fiel a sus propios ideales y la lealtad hacia la comunidad conformada por quienes se negaban a denunciar los crímenes perpetuados por los que a pesar de todo juraban estar comprometidos con valores progresistas, Vargas Llosa se aferró a lo que siempre había creído.

Después de la cruenta revolución rusa, la izquierda se dividió en dos partes. La parte democrática se aferró a sus principios, negándose a permitirse engañar por la retórica tendenciosa de los totalitarios bolcheviques y sus simpatizantes que daban a entender que su supuesto amor por el género humano en el conjunto y su igualmente cuestionable voluntad de construir un orden más justo les habían conferido el derecho a llevar a cabo matanzas indiscriminadas de "enemigos clasistas", además de encarcelar, torturar y después "liquidar" a intelectuales disidentes y camaradas caídos en desgracia por haber ofendido a Stalin. Desde el punto de vista de la izquierda totalitaria, tal detalles eran meramente anecdóticos: siguió reivindicando la brutalidad extraordinaria de regímenes que se proclamaban revolucionarios aun cuando tanto la metodología aberrante que habían hecho suya como las consecuencias concretas de sus "experimentos" eran idénticas a aquellas de sus equivalentes derechistas.

Lo llamativo no es que Vargas Llosa llegara pronto a la conclusión de que es hipócrita protestar con vehemencia contra los crímenes cometidos por algunos regímenes y tratar las atrocidades perpetradas por otros como si a lo sumo se tratara de errores comprensibles, cuando no de medidas justificadas, es que en América Latina tan pocos lo hayan acompañado. También debería motivar extrañeza el que tantos intelectuales latinoamericanos, españoles y franceses se hayan afirmado escandalizados por la adhesión de Mario Vargas Llosa a una versión muy moderada, más socialdemócrata que "derechista", del capitalismo liberal, por ser cuestión del único esquema económico que ha servido para que la mayoría de los habitantes de los países desarrollados haya podido disfrutar de un estándar de vida tolerable.

Claro, es más emocionante sentirse en guerra contra un mundo tan horriblemente injusto que hay que repudiarlo por completo de lo que es asumir una postura pragmática, manifestándose a favor de arreglos que a juzgar por la experiencia podrían contribuir a mejorar las perspectivas frente a quienes viven en países pobres, pero dista de ser atractiva la complacencia para consigo mismos que es una de las características más notables de "los intelectuales de izquierda" que hoy en día atacan a Vargas Llosa por haberlos abandonado, como un par de décadas atrás se ensañaron por motivos similares con otro Premio Nobel de Literatura latinoamericano, Octavio Paz.

Para los congénitamente disconformes con el mundo tal y como es, las décadas últimas han sido a un tiempo aleccionadoras y crueles. La "alternativa" comunista resultó ser una ilusión monstruosa, un dios despiadado en aras del cual se inmolaron decenas de millones de hombres, mujeres y niños, con resultados materiales que ni siquiera llegaron a ser mediocres. Una vez recuperados del golpe a su autoestima, algunos revolucionarios reanudarían la batalla contra "el capitalismo" afiliándose a movimientos ecológicos o, en el caso de los relativamente moderados, participando de protestas contra el ajuste "neoliberal" de turno, mientras que otros harían causa común con los islamistas más fanatizados, pasando por alto el hecho evidente de que sea casi imposible concebir una causa más retrógrada que la de guerreros santos que están resueltos a volver el reloj trece siglos atrás.

Para tales izquierdistas y los muchos que, sin ir tan lejos, propenden a compartir sus prejuicios rencorosos, Vargas Llosa es un desertor que se vendió al enemigo, de ahí la indignación que han sentido al enterarse de que los muy progresistas académicos escandinavos acaban de galardonarlo. Puede que a esta altura la hostilidad que sienten hacia él los integrantes de lo que Harold Rosenberg llamaba "el rebaño de mentes independientes" no preocupe demasiado al gran escritor peruano, pero para los interesados en el futuro del mundo actual, el que tantos intelectuales se resistan a darle el lugar que merece en la pequeña elite de progresistas auténticos sí es inquietante por tratarse de un síntoma, uno más, del mal que está corroyendo las entrañas de una civilización que, al perder confianza en sí misma y en los valores que la hicieron posible, corre peligro de terminar depositada, al lado de tantas otras, en el basural de la historia.

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